El fin de este 2020 indeleble nos recuerda que la normalidad modelo 2019 se ha despedido de nosotros a la francesa, pues se ha ido sin saludar. Hemos asistido como espectadores a la metamorfosis obligada de nuestras reglas de socialización y nos hemos adaptado con relativa facilidad a las nuevas dinámicas virtuales –desde ya, quienes contamos con los medios para poder hacerlo–. Ante estas transformaciones, hemos desarrollado dos actitudes en buena medida complementarias. Nos hemos comportado como si esta realidad pandémica fuera una pausa en nuestras vidas que durará hasta que, casi mágicamente, la ciencia llegue con sus vacunas y apriete el botón de “play” –vamos cayendo en la cuenta de que eso no será tan sencillo–. Y también hemos hecho uso de nuestro derecho a la negación, aferrándonos a los fantasmas de todo lo que ya se ha ido y no habrá de volver. Ninguna de estas actitudes nos ha permitido desarrollar el proceso de adaptación emocional que debería seguir a cualquier pérdida significativa. No hemos podido sopesar las alteraciones que ha sufrido nuestra cotidianeidad; no hemos tenido tiempo ni espacio para hacer el duelo por nuestra normalidad perdida. Esto resulta particularmente sensible ya que, como es sabido, las pérdidas que no se duelan permanecen como lastre y retornan como síntoma.
¿Qué explica este comportamiento? ¿Qué es, en definitiva, lo que nos ha impedido duelar nuestra normalidad perdida? No encontraremos la respuesta a estos interrogantes buscando entre lo que ya no está ni revisando la larga lista de acontecimientos novedosos con los que nos vemos obligados a lidiar. Antes bien, deberemos prestar atención a aquello que se ha mantenido hasta hoy tal como era entonces. Al mirar en esa dirección, es decir, al intentar identificar qué elementos constitutivos de nuestra realidad pre-pandémica siguen vigentes, se recorta muy claramente un precepto que parece no haberse enterado de las complejidades que el mundo ha tenido que atravesar durante este 2020: el imperativo de la productividad.
Con este nombre se designa un mandato que funciona como la cifra de nuestro tiempo: debemos siempre y en todo momento generar utilidad, lograr beneficios y actuar según nuestros intereses; debemos perseguir el lucro, multiplicar nuestras ganancias y ampliar nuestros márgenes de rentabilidad. Sabemos que este imperativo que se expresa en términos económicos se extiende a todos los órdenes de la vida. También sabemos, a la luz de los hechos, que no hay acontecimiento –por enorme que sea– que pueda ponerlo en pausa ni mucho menos detenerlo.
Al igual que la pandemia –que totaliza sin universalizar porque afecta a todos sin excepción, pero no a todos de la misma forma–, el imperativo de la productividad tiene consecuencias muy dispares aun cuando no sepa de límites ni fronteras. Desde el inicio del confinamiento, algunos pudieron mantener su productividad sin salir de la comodidad de sus hogares. Otros tantos, los denominados esenciales, tuvieron que seguir produciendo al modo habitual, trabajando con sus cuerpos y exponiendo su salud. Y otros tantísimos, aparentemente ni productivos ni esenciales, quedaron a la deriva. Para estos últimos, el imperativo de la productividad es a menudo sobrepujado por la necesidad de la supervivencia. Sin embargo, esto no lo anula ni lo suspende. Por el contrario, lo fortalece.
Desde hace ya varios años, nos hemos acostumbrado a un discurso que, basándose en una dudosa combinación entre saberes económicos y técnicas pedagógicas, propone que seamos formados para “lidiar con la incertidumbre” y que nos adaptemos a que no haya certezas. Dicha adaptación debería expresarse en una voluntaria afirmación de lo fluctuante, una suerte de alegre abrazo a lo fortuito, lo aleatorio y lo precario.
Al sacudir nuestras creencias y nuestros hábitos, al dificultar e incluso imposibilitar el acceso a los medios de subsistencia de un gran porcentaje de la población, la pandemia muestra que la incertidumbre es algo que nadie elegiría ni alegre ni voluntariamente. El imperativo de la productividad, por el contrario, nos ofrece un horizonte claramente trazado y una poderosa certeza. Funcionando como un criterio invariable, nos permite saber de antemano cómo debemos comportarnos y a qué debemos aspirar más allá de lo cambiante de las circunstancias.
En tanto norma introyectada, el imperativo no opera como una imposición, por lo cual no tendría sentido intentar medir cuán auténticas o inauténticas resultan nuestras reacciones frente a él: lo vivimos como el resultado de una decisión propia. Más aún, nos sentimos libres cuando podemos dirigir nuestras fuerzas y nuestras capacidades al objetivo de cumplir con su mandato, e incluso experimentamos culpa cuando así no lo hacemos. Por el contrario, consideramos que estamos siendo reprimidos cuando aparecen restricciones que obturan nuestros intentos de devenir productivos. Esta suerte de carpe diem del siglo XXI nos ofrece a la productividad como la forma de realización por antonomasia, es decir, como el camino a recorrer para volvernos “reales” ante el mundo y ante nosotros mismos.
Ahora bien, que sea invariable y certero no significa que el imperativo esté libre de tensiones e incluso de paradojas. Si no hemos tenido ni tiempo ni espacio para el duelo ha sido porque el imperativo indica que, para ser productivos, nuestra constante debe ser el movimiento. Al modo del hámster doméstico que corre dentro de una rueda que gira sobre su eje sin avanzar hacia ningún lado, nos sentimos obligados a movernos. Para el hámster se trata de una cuestión de supervivencia: su organismo necesita gastar energía y, viviendo dentro de una jaula de vidrio, no puede hacerlo de otra manera. Correr sin ir a ningún lugar termina siendo para él cuestión de vida o muerte. ¿Habremos nosotros convertido al mandato del movimiento en una necesidad vital? ¿Será que vemos en la quietud una amenaza para nuestro modo de existencia y por eso escapamos de ella como quien intenta esquivar un oscuro destino? Pareciera ser que nos obligamos al movimiento. Y esa obligación no deja tiempo para la duda aun cuando estemos desconcertados, así como tampoco deja espacio para la angustia aun cuando nos sobren los motivos.
No es propósito aquí plantear una diatriba romántica a favor de la quietud y en contra de la vorágine; no se está desplegando aquí ni una apología de la lentitud ni un elogio de la pereza. Lo que interesa es resaltar una tendencia que se muestra contraria a la posibilidad de generar el tiempo y el espacio para procesar las transformaciones a las que estamos asistiendo.
Debemos intentar algún tipo de duelo por la normalidad perdida. No porque aquella hubiera sido maravillosa; pero era “normal” y era “nuestra”. No hay duelo sin reflexión. Y no hay reflexión sin demora. Esta demora reflexiva debería constituirse en un modo de participar en los procesos de definición de nuestra “nueva normalidad” –más allá del oxímoron– en lugar de esperar a que ésta nos llegue ya resuelta (por otros).
Ocupar, entonces, un rol protagónico respecto de la configuración de nuestros propios destinos pasará por abandonar la comodidad de la mera expectativa y procesar el nuevo imperativo que la pandemia nos viene mostrando de una manera tan dolorosa como palmaria. Este nuevo imperativo nos obliga a respetar y organizar nuestra vida en común, aquella que se constituye mediante la sedimentación de nuestras conductas y de nuestras costumbres, en la que se define nuestro carácter y se moldea nuestra personalidad. Esto es lo que los atenienses de la Antigüedad Clásica referían con el término ethos: el espacio que habitamos en conjunto, y que sólo puede pensarse en un sentido colectivo o comunitario. El imperativo pandémico de la protección conjunta, el regreso de esta antigua ética del cuidado de sí y de los otros, viene a desplazar al imperativo de la productividad de su centralidad monopólica en tanto que nos obliga a reconocer que, así como nadie se salva sólo, tampoco nadie produce en soledad, y que justamente por ello no debemos descuidar nuestros espacios de convivencia en nombre de la producción individual.
En definitiva, dependerá de nosotros hacer el esfuerzo que implica bajar de la rueda que gira sin avanzar. Bajar de ella para demorarnos unos instantes. Demorarnos para intentar configurar nuevas y, por qué no, mejores formas de reconocernos.
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